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PR8 16.12.2010 / ADOLFO GARCÍA SAMPER

El precepto básico y esencial del periodismo es el respeto inquebrantable hacia las fuentes informativas. Al transgredir dicho precepto se incurre, por tanto, en un delito de lesa profesión. De acuerdo con esta premisa, para que el periodista pueda desempeñar una tarea lícita es necesario: 1) que observe la realidad en toda su amplitud, sin rehusar el más mínimo detalle; 2) que mantenga un estrecho y perseverante vínculo con sus contactos y fuentes potenciales, y 3) que no invente, bajo ningún concepto, datos, declaraciones y hechos. Si alguien no acepta estas pautas, mejor que se dedique a otra cosa; la literatura, por ejemplo, le iría bien.

Aunque en principio la lección parece estar aprendida e incluso puede sonar obvia, la historia, por desgracia, se halla repleta de incidentes en los que la desidia terminó infringiendo un severo daño al periodismo. Estados Unidos nos ha brindado algunos de los más célebres escándalos. La tierra de la libertad es, sin duda, la cuna de algunos de los mejores periodistas del mundo, cuenta con innumerables publicaciones de elevado prestigio y se ha erigido como el epicentro de las transformaciones en la profesión a lo largo del siglo XX. Pero también allí se han registrado muchas de las estafas que hoy sirven de advertencia a las nuevas generaciones de periodistas. Casos como el de Janet Cooke, que inventó a un niño heroinómano de ocho años llamado Jimmy, o Patricia Smith, despedida del diario The Boston Globe por su tremenda afición a fabular, componen un largo expediente de fraudes periodísticos.

Stephen Glass

Stephen Glass, antiguo reportero de la prestigiosa revista The New Republic, protagonizó el que fuera, bien por la magnitud de sus engaños (según informes de TNR, al menos 27 de los 41 artículos publicados por Glass contenían datos falsos), bien porque los acontecimientos tuvieron lugar en los albores de la era del periodismo digital o bien por el hecho de que sus peripecias inspiraran la película El precio de la verdad, uno de los affaires con mayor repercusión en el mundo. Sea como fuere, el caso Glass dejó patente la ingenuidad de algunos editores y la ineficacia de los filtros en la redacción; pero también encumbró a buenos periodistas como Adam Penenberg, el hombre (por entonces reportero de Forbes) que logró, gracias a internet, desenmascarar los engaños de Glass.

Pero, ¿qué causas motivan esta clase de delitos? ¿Qué mueve a un periodista a inventar fuentes y contar mentiras? Quizá la competencia cada vez más feroz y siempre enfocada a la eterna búsqueda de beneficios, o mejor dicho, de fortunas; la celeridad con que se debe elaborar la información, que apenas otorga un respiro; el apostar por el espectáculo y el entretenimiento, todo ello puede acarrear presiones en ocasiones insostenibles para el periodista. Ya por las ansias de gloria, ya por desazón y estrés, ya por peculiaridades idiosincrásicas (Glass afirmó que engañaba para preservar su estima), de vez en cuando aparece un periodista que vulnera las leyes sagradas. Cualquier pretexto, sin embargo, no exime de culpa. La omisión, el plagio o las invenciones repercuten muy negativamente en el periodismo y echan por tierra los nobles valores de esta humilde profesión. Los auténticos periodistas deben consagrarse a la verdad y saber que sin fuentes el periodismo está muerto.

Titulares

Sin verdad no hay periodismo

A Glass le perdieron sus ansias de gloria

Adam Penenberg defiende el periodismo y desenmascara al farsante

Stephen Glass pretendía ser amado

The New Republic ve perjudicada su imagen

De 41 artículos publicados por Stephen Glass, al menos 27 contenían material ilícito.

El caso Glass inspira una película recomendada para todos los amantes del periodismo

Stephen Glass arruina su reputación y traiciona los valores periodísticos

Adam Penenberg reivindica el periodismo en la red

Internet descubre el fraude